miércoles, 1 de enero de 2025

Desde la iconografía, algo alrededor de la pequeña esquila de San Antón, en este caso, de mano

 Ya se acerca: 18 días



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Contemplamos ahora una nueva representación de San Antón. En esta ocasión, su autor lo ha representado leyendo el Libro Sagrado, en alusión a su permanente dedicación a la oración, y con una campanilla en su mano izquierda, símbolo también frecuentemente a él atribuido por los artistas.  

El origen de este atributo quizás se deba a que cuando en la Europa del siglo XI, se produjo una terrible epidemia de erisipela, que causó gran mortandad, fueron los religiosos de la Orden de los Antonianos quienes se ocuparon de cuidar a los enfermos, quienes anunciaban su llegada haciendo sonar una campana. 

Asimismo, muchos de quienes fueron afectados por la epidemia, dijeron haberse curado invocándose a San Antón, por lo que la enfermedad pasó a denominarse “Fuego de San Antón”.  Aquí se le representa también con manto y capucha de monje, y dibujada una “T” sobre su hombro izquierdo, cuya muy frecuente asociación con el santo, pueda deberse a que en el antiguo Egipto este signo era símbolo de inmortalidad, por lo que fue adoptado –a su vez– cono símbolo de salvación por los cristianos. En cuanto a la técnica pictórica del lienzo, cabe resaltar las formas angulosas con que el artista ha representado el hábito, dotándolo así de apariencia escultórica.





La palabra erisipela deriva del griego ἐρυσίπελας, piel roja. Un nombre que fue usado por los médicos de la antigüedad como Hipócrates, Galeno o Celso, para designar una enfermedad que evidentemente cursaba con enrojecimiento de la piel, pero que no parece corresponder al diagnóstico que realizaríamos actualmente. En una palabra, se referían a una mezcla de diversas enfermedades no bien individualizadas.

Así pues, la enfermedad que hoy conocemos como erisipela fue confundida en la Edad Media con otras afecciones, especialmente con el ergotismo, enfermedad producida por la intoxicación por el cornezuelo de centeno, un hongo parásito de este cereal (Claviceps purpurea), que se presenta con el aspecto de un pequeño cuerno negruzco en las espigas de centeno. Era frecuente que las clases populares consumieran pan de centeno (el pan blanco estaba reservado para los caballeros). La parasitación del centeno debía ser muy extendida en el medievo, y el polvo rojizo resultante de moler los hongos pasaba desapercibido al mezclarse con la harina oscura del centeno. El alcaloide responsable de esta intoxicación era la ergotamina (de la que deriva el ácido lisérgico), que producía alucinaciones, convulsiones y vasoconstricción arterial que podía conducir a la necrosis de los tejidos y a la aparición de gangrena en las extremidades.  Tenemos referencias de diversas epidemias de esta enfermedad, documentadas desde el s. IX al XVII, y que coincidían con malas cosechas y períodos de hambre, en los que los campesinos tenían una deficiente alimentación, probablemente basada solo en algunos mendrugos de pan negro contaminado.
Retablo de San Antonio (fragmento) en el que puede verse un fraile antoniano atendiendo a los enfermos del fuego de San Antonio. MNAC (Barcelona) Foto: X. Sierra.

La enfermedad empezaba con un frío intenso y repentino en todas las extremidades para convertirse después en una sensación de quemazón aguda y por eso era conocida como mal de los ardientes o Fuego de San Antonio. Se podían producir convulsiones y alucinaciones. Muchas víctimas lograban sobrevivir pero quedaban mutiladas: podían llegar a perder una o más extremidades.

El fuego de San Antonio estaba tan extendido que incluso se fundó una orden religiosa, los antonianos, los monjes de la Tau azul (el símbolo de San Antonio), que estaban dedicados a atender este tipo de enfermos. Los enfermos acudían en peregrinación a la abadía de San Antonio, en Saint-Antoine-l'Abbaye, cerca de Grenoble (Francia) donde se conservaban las reliquias de este santo, con la esperanza de ser curados. Los monjes, tras los ritos religiosos pertinentes, lavaban a los enfermos y los alimentaban adecuadamente. Al parecer, algunos de ellos conseguían curarse, al mejorar su dieta y evitar el centeno parasitado. El Hospital de la Orden de San Antonio de Viena, ya bien avanzado el siglo XVII, poseía una abundante colección de miembros, unos blanqueados y otros ennegrecidos, recuerdo de los enfermos que ahí habían recibido asistencia.

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